El profesor Adam trabajaba
en su despacho cuando el reloj marcó las doce de la noche. Desde el día en que
Jack y Silvia habían abandonado la capital no había vuelto por la universidad,
evitando así cualquier incidente tras el intento de secuestro de Silvia.
Esa misma mañana se había
puesto en contacto con su amigo de la
CIA confirmando que, al día siguiente, el agente del
profesor se encontraría con Jack en el lugar de encuentro.
El viejo profesor se
encontraba más tranquilo con ese hecho, pero no conseguía quitarse de encima
esa sensación de peligro que llevaba todo el día acosándolo. Había aprovechado
la visita de su viejo amigo, el director del banco en que mantenía actualizadas sus
cuentas, para dejar varios asuntos arreglados.
Últimamente no se había
encontrado muy bien y su corazón empezaba a resentirse con las emociones de los
últimos días. Sólo esperaba que Jack y Silvia consiguiesen zanjar todo sin
demasiadas complicaciones. Algo en la mirada de esos chicos le decía que había
algo más de lo que hacían ver.
Tras enviar sus últimas
conclusiones sobre el pergamino a su amigo y colega Abdul, cerró el ordenador y
se dispuso para acostarse. Cerró la puerta del despacho que se encontraba al
otro lado del salón principal y se dirigió a la escalera que ascendía a los
dormitorios.
Las cortinas de la sala se encontraban echadas sin que desde el
exterior pudiera observarse movimiento alguno dentro de la casa.
Ascendía el primer
escalón pero algo llamó su atención. Comprobó que el pequeño aplique ubicado en la mesita auxiliar del
salón se encontraba encendido. Volvió a descender y caminó hacia él para apagar
la luz. La gran sala estaba recubierta en dos de sus paredes de grandes
estanterías llenas de libros clasificados por su contenido. Una cheslón de
color granate se ubicaba cerca de la chimenea, junto a la mesita auxiliar a la
que el anciano se dirigía y una gran puerta de cristal daba salida al jardín
posterior de la casa. Encima de la chimenea, un gran cuadro de las pirámides de
Egipto presidía la habitación. El profesor se quedo mirándolo, acudiendo a su
mente gran cantidad de recuerdos de su primera excavación como estudiante
universitario. La chimenea se encontraba apagada aunque aún quedaba un pequeño
rescoldo que mantenía caliente la gran sala.
El profesor apagó la pequeña
luz y cerró las puertas tras de si. Volvió a dirigirse a las escaleras cuando
escuchó un ruido fuera. Su asistente, Matilda, hacía rato que se despidió para
irse a descansar, por lo que sabía que no podía ser ella. Cauteloso, se acercó
hacia la mesa de la entrada donde había ubicado un teléfono; descolgó para
llamar cuando se escuchó un fuerte ruido de cristales rotos. El profesor marcó
temblando el número de la policía. Sabía perfectamente que algo andaba muy mal.
-Yo que usted colgaría ahora
mismo ese teléfono profesor- irrumpió una voz en la habitación.
El anciano se giró para ver
quien irrumpía de esa manera en su hogar sin ser invitado.
Dos hombres habían accedido a
través de las puertas del salón. El más alto de constitución delgada, con
el pelo rubio platino y una cicatriz que cruzaba su mejilla sonrió ante su
anfitrión.
-Nos ha costado bastante dar
con usted, pero eh aquí, por fin nos vemos las caras y, si no me equivoco,
tiene información valiosa para nosotros- volvió a hablar tras la primera
sorpresa.
-¿Quiénes son ustedes y que
hacen en mi casa?
-Tenemos una amiga en común
profesor, la señorita Cruz y, a pesar de nuestros esfuerzos, se nos ha escapado
de las manos.
-No se de que me habla.
-No se haga el estúpido, le
aseguro que no le conviene. Va a decirnos dónde se encuentra y que sabe
respecto a su viaje.
El otro hombre, más bajo que
su compañero y con cara de pocos amigos, sacó una pistola y apuntó
directamente al viejo profesor.
-¡No se de que me hablan!
¡Márchense o me veré obligado a llamar a la policía!- gritó mientras volvía a
levantar el auricular del teléfono. Un disparo retumbó en la habitación.
-El próximo no será en la
pierna profesor- comentó sarcásticamente el hombre rubio- ahora hable o de lo
contrario.
No pudo terminar la frase.
Su delicado corazón no pudo aguantar tanta presión y el profesor cayó desplomado
al suelo tras sufrir un ataque al corazón.
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